BKBALL

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domingo, 15 de noviembre de 2009

Cuando una lengua larga no es señal de mano corta

Mucho ha pasado desde la última vez que escribí: el oro de España en el Eurobasket, el frustrado draft de Ricky, traspasos sonados como el de Shaq a los Cavaliers de LeBron, Carter a Orlando o Rasheed Wallace a los Celtics, el comienzo de una nueva temporada de la NBA en la que los favoritos no están fallando y destacan, en diferente sentido, el rendimiento de dos de los nuestros; el de Marc Gasol por positivo y el de Sergio Rodríguez por negativo y falta de minutos.
Sin embargo, después de estos meses, voy a centrarme en un detalle, un gesto simbólico, uno de tantos que tiene la NBA que para eso es muy cuidadosa. La gala para la inclusión de los nuevos miembros del Salón de la Fama dejó para la historia grandísimos momentos, como lo fueron los discursos de David Robinson, Stockton y, sobre todo, el de Michael Jordan. A sus 46 años dio toda una clase de elegancia e ironía, de agradecimientos y desafíos, de amor y de humanidad como demuestran sus lágrimas...
Habló sobre todo de cómo aquellas personas que no confiaban en él ponían leña en ese fuego que forjaba su competitivdad, de cómo sus entrenadores, compañeros, rivales, aficionados y hasta médicos le estimulaban con cualquier comentario o decisión que no creía justa. Todo eso le hacía querer ser no sólo mejor, sino el mejor. Estaba harto de que le dijeran que sí que era bueno, pero no tanto como Magic o Bird, y para ello tenía la necesidad imperiosa de ganar un anillo antes de que éstos se retirasen. Y llegó en el 91, cuando llevó a su equipo a ganar el campeonato por encima de los Lakers de Magic. Y desde entonces no paró: todas las temporadas que jugó completas con los Bulls las ganó, poniendo su broche de oro en aquel memorable sexto partido de las finales del 98 en Utah.
Como suele decirse, todos los órganos del cuerpo se cansan alguna vez, menos la lengua. Jordan dejó frases memorables en su discurso, demostró una vez más que su lengua sigue siendo temible. Y es que uno de los gestos que más caracterizaba al más grande de todos los tiempos era la fusión de su mirada asesina con la lengua fuera. Cuando Jordan sacaba la lengua, el rival sabía que no podría pararle. Es uno de esos gestos que indican que el deportista está motivado, como cuando Rafa Nadal celebra los puntos de esa manera tan peculiar o Alberto Contador se pone de pie en la bicicleta y empieza a escalar con una cadencia asombrosa: sus contrincantes ya saben que está todo perdido. Jordan tenía esa capacidad de superarse en los momentos más decisivos, y eso es precisamente lo que le ha hecho tan grande. Y esa competitivad ilimitada la demostró hasta en el discurso en su entrada al Hall of Fame. Si tenéis 23 minutos, no podéis dejar de ver el discurso íntegro que muestro bajo estas líneas.